Nostalgia

Clara abrió el armario de su madre y el mundo se detuvo. No era el aroma a naftalina lo que la golpeó, sino el fantasma del perfume de gardenias que aún se aferraba a un suéter de lana color lila, colgado solo y paciente como el último habitante de una ciudad abandonada. Hacía dos años. Setecientos treinta días desde que una enfermedad la consumió y se la había llevado.

El suéter era suave y básico, lo supo siempre. Grueso, y liso. Pero su madre, Aurelia, lo tejió durante el invierno en que Clara cumplió quince años. Lo veía en el sofá, las agujas de metal crujiendo levemente, los dedos moviéndose con una seguridad ancestral. «Te va a abrigar el alma», le decía, y Clara, sumida en la dramática adolescencia, ponía los ojos en blanco. Ahora, lo tomó entre sus manos. La lana estaba suave y amorosa, le era familiar, un olor que hablaba de cuidado.

Se lo puso. Las mangas le quedaban cortas, la lana le hacía cosquillas en la muñeca. Cerró los ojos e inhaló profundamente. El rastro del perfume, un olor característico que reconocía con los ojos cerrados a tiempo detenido. Pero en su piel, el suéter comenzó a generar un calor que no era físico. Era el eco de un abrazo.

La nostalgia, Clara lo había aprendido, no era un sentimiento grandioso y cinematográfico. No era solo el dolor agudo del aniversario o la primera Navidad sin ella. Era esto. Era abrir la nevera y no encontrar ese tarro de mermelada de naranja amarga que solo su madre sabía hacer. Era tropezar con una palabra rara en un libro y saber que ella, con su diccionario interno de etimologías curiosas, tendría la respuesta. Era querer llamarla por teléfono para contarle el detalle absurdo del día: su gato Víctor atrapado en el armario, la canción tonta que sonó en la radio y que les recordaba a aquel viaje a la costa.

Era la memoria de los hábitos. Los domingos por la tarde, Aurelia pelaba manzanas con un cuchillo pequeño, haciendo una tira fina y continua de piel que nunca se rompía. Clara la observaba, fascinada. Ahora, cuando pelaba una manzana, la piel caía en pedazos irregulares, un recordatorio torpe de una elegancia perdida.

Salió al balcón del apartamento, envuelta en el suéter suave y amoroso. La ciudad brillaba con sus luces anónimas. Dos años. La gente decía que el tiempo lo cura todo, pero Clara sentía que el tiempo, en realidad, era un escultor sutil. No eliminaba el dolor, sino que lo pulía, lo transformaba. El agudo desgarro inicial se había convertido en una presencia sorda y constante, una habitación en su pecho que siempre estaba ocupada.

Recordó la última vez que fueron al mercado de las flores. Su madre, ya débil, se detuvo frente a un puesto de gardenias. «Huelen a eternidad», susurró, llevándose una flor blanca a la nariz. Clara, sosteniendo su brazo, solo podía pensar en lo frágil que parecía su hueso. Ahora entendía. La eternidad no era un concepto abstracto, era el rastro de un perfume en la memoria, el patrón de un suéter tejido con paciencia, el sabor de una mermelada que ya nadie más preparaba.

Una lágrima cálida resbaló por su mejilla y se absorbió en la lana del suéter. No era una lágrima de desesperación, sino de agradecimiento. La nostalgia era el tributo que el presente le pagaba a un pasado precioso. Era la prueba de que lo que había sido tan real, tan lleno de vida, no podía desaparecer sin dejar una huella imborrable.

Clara se ajustó el suéter, sintiendo su suave tacto, como una caricia. Su madre tenía razón, después de todo. El suéter tejido con hilos de amor y paciencia, seguía abrigando su alma. Y en el silencio de la noche, Clara supo que la nostalgia no era la tristeza por lo perdido, sino el amor que, al no tener un lugar adonde ir, se convertía en el aire que respiraba, en la tela que vestía, en la memoria persistente que le recordaba que, en algún lugar de su ser, su madre aún tejía, pelaba manzanas y olía a gardenias, para siempre.

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