
Oh dolor,
taza astillada donde bebo las mañanas,
maestro zen con martillo,
pedagogo del hueso y la memoria.
Llegas puntual,
sin tocar la puerta,
con pantuflas de nube
y un reloj derretido en la mano.
Dices: “no es nada personal”
mientras incendias el sillón del alma.
Te sientas a mi lado
a ver crecer las grietas del día,
me explicas —con ironía de anestesia—
que todo pasa
menos tú,
que siempre te quedas a ordenar los restos.
En sueños te vistes de pez,
nadas por mis costillas,
haces burbujas con forma de nombre propio.
Yo intento despertarme
pero la cama es un campo de amapolas
y cada pétalo sabe a ayer.
Gracias, dolor,
por tu vocación de espejo roto,
por enseñarme a caminar torcido
y aún así avanzar.
Cuando te vayas —si es que te vas—
dejarás la casa vacía,
y un silencio
que dolerá de otra forma.