
Él trae sus inviernos en la voz,
huellas de senderos que no volverá a pisar.
Ella, un jardín de estíos ya vividos,
con flores marchitas y otras por brotar.
Se miran sin prisa, sin vértigo joven,
con la calma del mapa ya leído.
No prometen mares, ni eternos viajes,
sino un puerto sereno, compartido.
«¿Será distinto?», piensa él en silencio,
acariciando el borde de su taza fría.
«No quiero jaulas de rutina vieja,
ni sombras de celos en el mediodía.»
«Ni yo,» responde ella sin palabras,
su mirada un libro abierto en la penumbra.
Buscan un amor que no ahogue ni ate,
donde el «tú» y el «yo» no se vislumbra.
Quieren la risa que nace sin forzar,
el silencio cómplice que no pesa ni hiere.
Distancias cortas que abrazan sin asfixiar,
confianza que es raíz, no cadena fiera.
«¿Sabremos?», duda ella al anochecer,
viendo estrellas que titubean en el cielo.
«¿Reconoceremos el abismo al crecer,
sin tropezar con el mismo desconsuelo?»
Temen la costumbre que apaga la chispa,
el diálogo muerto en la mesa del día.
Anhelan la llama que calma sin achicharrar,
la complicidad fresca, la melodía
hecha de voces que aún guardan su tono,
de besos que saben a encuentro, no a deber.
Un camino que bordea, sin miedo al monótono,
donde «juntos» no sea perder el ser.
Caminan despacio, tanteando el terreno,
palabras medidas, miradas que exploran.
No es el salto ciego del primer estreno,
sino un construir con las piedras que atesoran:
Experiencias talladas en piel y memoria,
cicatrices que avisan sin gritar su dolor.
«Tal vez,» susurran al unísono la historia,
«esta vez… el amor sea flor sin espinas,
y este «nosotros» un refugio en flor.»
Se saben frágiles, sabios en la caída.
No piden seguros, ni un futuro forzado.
Solo un presente donde el alma respira
junto a otra alma… libre y confiado.
Bailan en el filo de la incertidumbre clara,
dos mundos completos que eligen tocarse.
Su amor no es grito, es una pregunta rara:
¿Puede lo maduro, sin redes, sostenerse?