
No vine de un mapa, sino de un surco, de una semilla antigua y pertinaz. No camino sola: llevo conmigo el eco de las voces que me trazan.
Viajo hacia atrás en el álbum del tiempo, hundo las manos en la tierra negra y encuentro raíces: fuertes, sabias, que beben de un manantial de siglos.
Fueron tus manos, abuelo, curtidas, las que labraron el pan de mi historia. Fue tu canción, abuela, en la penumbra, la que me enseñó a nombrar la aurora.
Me dieron un latido y una herida, un don de luz y un repertorio de espinas. Cada cicatriz, un surco en el alma, cada dolor, un verso que ilumina.
No me anularon las tormentas pasadas, no me quebró el granizo ni el frío. Cada grieta es ahora un canal de fuerza, un dique de memoria y de albedrío.
¡Y me amo! Me amo en este viaje, en este cuerpo que es su cosecha lograda. Amo la vida que me fue entregada, con su carga sagrada y quebrada.
Gracias por el pulso, por la lucha, por el amor terco que no se rinde. Gracias por existir, por ser el puente que, a esta, mi Ítaca feroz, me lleva y me defiende.
Porque mi Ítaca no es un puerto quieto, es el camino mismo que regreso: el honor de la sangre en mis venas, el himno que repito en cada hueso.
Y al final del día, cuando caiga el muro, sabré que fui el eslabón que no se quiebra. El fruto agradecido de un árbol eterno que, desde el sur de mi ser, canta y reverbera.