
No es máscara de cera, fría y quieta,
ni torre que desdeña la tormenta.
Es la luz que, agotada la jornada,
en el rostro cansado aún se alienta.
Ante el cuerpo que grita su quebranto,
el hueso que reclama su dureza,
se alza la sonrisa como un manto
de quietud que honra la fortaleza.
Como el árbol que dobla en la tempestad,
sabiendo que su raíz es profunda,
o la roca que, con serenidad,
recibe el mar que en su costado abunda.
Y cuando el alma, en sombra y en frío,
siente el filo de un pesar callado,
la sonrisa es un fuego, humilde y mío,
contra el miedo interno y desvelado.
No niega el peso de la oscura nube,
ni la niebla que enturbia la mañana,
mas sus labios, con un gesto suave,
dibujan que la lucha no es en vana.
Mas esta armadura, leve y templada,
no es muralla que aísla en soledad.
En la red del amor bien tejida,
sé tenderme con naturalidad.
«Me sostengo, mas hoy la carga pesa,
¿me ayudáis a llevarla un trecho?» digo.
No es rendición, es sabiduría antigua:
reconocer el límite, el amigo.
No es abuso, clamor ni exigencia,
es la mano tendida en el vacío,
es aceptar con tierna reverencia
que no estoy sola en este desafío.
El calor de un abrazo, un gesto leve,
son bálsamo que alivia la herida,
y en mi pecho, el agradecer se eleva
por esta suerte en mi camino anclada.
Sonrisa armada, pues, contra el quebranto,
del cuerpo y alma, frente al viento hostil.
Red amorosa, puerto donde a tanto
la nave que navega en mi vivir.
Con gratitud recibo cada auxilio,
sin vergüenza, con pura claridad:
mi sonrisa es mi escudo y mi estandarte,
mi red humana, mi mejor verdad.