Un Papel en blanco

Debo de ser una de las pocas, o la única idiota anticuada que se sigue sujetando a una máquina de escribir para no caerse sobre las baldosas. Hay noches que ni siquiera rozo las teclas con las yemas de los dedos, como si temiera recibir una descarga eléctrica que me deje carbonizada. Sería, por otra parte, una forma digna de garabatear en el papel la última expresión de vida, un párrafo impreso con trazos de carbón, de dedos sin huella dactilar; el dibujo en un claroscuro definitivo. Otras noches dejo deslizarse un puñado de palabras sueltas que nada dicen, perdidas en un inmenso mar hueco. Entonces arranco el papel del carrete y lo arrojo a mis espaldas. Me enfurece este nihilismo que siempre he supurado por los poros.
Me fuerzo a escribir por cobardía. He querido presentarme en su casa, aguardar a que sus ojos acusadores me empujasen contra la pared del descansillo y, en ese instante donde la verdad no admite versiones, desvelar lo que me quemaba dentro desde hacía meses, decirle a la cara que todo lo que se ha corrido por ahí es una amarga mentira, difundida con la malicia de culpar a quien nada cometió, un manojo de insultos con la urgencia de destruir. Entonces le diré que yo siempre supe lo que ocurrió aquella mañana; que me camuflé tras las cortinas, junto a la ventana; que escuché la discusión, que presencié los golpes, que vi su cuerpo abatido sobre la acera. Y le diré que fui una cobarde, que me oriné en los pantalones como una cría, que ni siquiera en la sala del juzgado tuve los arrojos de hablar con mi propia voz. Me pregunto por qué no colgaron cortinas en la sala del juzgado, donde ocultarse para no ver las pupilas amenazantes como cuchillos de aquel canalla, y entonces hablar alto y señalarle y decir que yo sé la verdad.
Tenía miedo, terror. Ya sabes cómo las gasta el tipo, y no hay perdón para los chivatos; yo también era mujer, una más en el vecindario, sin hombre que me protegiera; ni el cerrojo de la puerta me ocultaba del peligro. En cualquier momento podía aparecer esa sombra ancha que es su cuerpo y hacer astillas la puerta, vieja y desgastada, y mandarme al mismo cielo donde la envió a ella o, de haber tenido suerte, se habría conformado solo con violarme otra vez. Nunca he sido alguien con suerte.
He logrado escribirte todo esto, porque no puedo decírtelo a los ojos; espero que comprendas la bilis ácida de mi cobardía, el miedo que nos domina y nos somete a todas las del barrio, ese miedo que es la forma de seguir viviendo. Y yo quería vivir; aún era joven para que me matasen. Es terrible ser nadie y vivir pendiente de lo que a otros se les antoje disponer sobre tu vida. Algunas niñas no deberíamos crecer, deberíamos quedarnos en los días de sueños y sonrisas.
Te ruego que comprendas que no te haya escrito antes. Quizás haya sido efecto de la botella de coñac por lo que he escrito todo esto de un golpe de sangre, antes de que se me quedase coagulada e impidiera otros latidos. En cualquier caso, ya no voy a poder enviarte mi bello papel escrito; alguien lo acercará a tu mano.

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